La vi cuatro filas detrás de mí en el avión a Londres: el pelo despeinado con un gorro de lana, mochila gigante, botas de cuero de las que solo llevan las lesbianas y los huérfanos de las obras de Dickens. Giré la cabeza hacia el ángulo más visible para ella y me arremangué los puños de la camisa para descubrir unos centímetros de tatuajes en el antebrazo, y descolgué mi mano, con sus cortas uñas sin esmalte, en el pasillo.
Como la mayoría de las mujeres, soy experta en señalar mi homosexualidad mediante pistas físicas legibles solo para otras personas queer. Puedo comunicar mi identidad sexual a través de la postura de mis hombros, si es necesario. Gran parte de la atracción heterosexual exige la minimización e infantilización del cuerpo femenino: piernas cruzadas, cabezas inclinadas, ojos abiertos, bocas relajadas. La indiferencia hacia esta afectación sugiere que los deseos de una mujer están en otra parte.
Así que me senté en el estrecho asiento del avión con las piernas cómodamente abiertas, los codos apoyados en ambos reposabrazos, exudando un derecho físico al espacio que ocupaba. La desconocida se levantó de su asiento y se dirigió al baño. Cuando pasó junto a mí, respondí como un animal movido por el instinto. Mi cuerpo se sentía pesado y caliente, brillando con una onda reconocible solo para el objeto de mi atención. El pulso se me aceleraba en cada yema de los dedos, como si el deseo me hubiera vuelto radiactiva. No entiendo este proceso químico, pero sabía que, una vez desencadenado, el resultado final solía ser el sexo.
Puede parecer arrogante de mi parte suponer que la persona que me gustaba en ese avión correspondía a mi atención, pero créeme que cuando llevas más de 20 años realizando esta coreografía, sabes cuándo tu pareja sigue la música y cuándo no. La primera década, la pasé equivocándome de forma humillante una buena parte del tiempo mientras calibraba mi radar, pero en los últimos años este no me había llevado por mal camino. La emoción, por supuesto, seguía residiendo en la delgada posibilidad de que esta vez, esta vez, sí pudiera equivocarme.
Este lenguaje secreto de la seducción había definido mi vida desde que tenía 15 años y estaba en mi primera relación. Era monógama en serie, y los finales de muchos de mis amoríos se solapaban ligeramente con los comienzos de los siguientes, formando una cadena de romances. Cuando me sentía infeliz en el amor, cambiaba de pareja. Hubo algunos breves periodos de soltería, pero en realidad nunca estuve sola. Siempre había nuevos flirteos. Una serie de citas. Una amante de mi pasado dispuesta a entrar en el presente. Al cabo de unas semanas o meses, encontraba al próximo para siempre.
Cuando llegué a los 30, empecé a tener momentos de inquietud al observar este patrón. Me hice una promesa: me mantendría célibe durante un tiempo, absteniéndome no solo del sexo, sino también de flirtear, besar o formar cualquier tipo de conexión romántica.
Cuando volé a Londres, al cabo de seis meses de celibato, ya me había acostumbrado a las oleadas de soledad que mi decisión me provocaba. Durante el despegue de un avión, miraba por la ventanilla ovalada junto a mi asiento y sentía una punzada de tristeza porque no había nadie a quien enviarle un mensaje de texto, nadie a quien avisar de que había embarcado en mi vuelo. Estos momentos solían pasar rápidamente: unos latidos de tristeza y luego volvía, agradecida, a mi propia compañía. Hasta ahora. Era difícil no ver a la mujer del avión como un desafío perfectamente diseñado por quien quería poner a prueba mis progresos. Alguien que, por supuesto, era ella: yo misma la elegí.
Cuando aterrizamos, la atractiva desconocida recogió sus pertenencias, se pasó una mano por el pelo desordenado y, sí, miró en mi dirección antes de ponerse en pie y adentrarse en el pasillo. La ondulante cola de la aduana era interminable, y de vez en cuando nos hacía pasar a mí y a la chica que me gustaba una junto a la otra, separadas por escasos metros. Ambas íbamos rotando estudiadamente entre mirar nuestros teléfonos, entrecerrar los ojos ante las cabinas de aduanas y posar tan sutilmente que ningún observador casual habría reconocido otra cosa que aburrimiento y frustración en nuestro comportamiento.
Ella llegó al principio de la fila 10 o 15 personas antes que yo. A pesar de dedicar unos audaces 12 minutos a reorganizar su mochila y otros tres minutos a ajustarse los cordones de los zapatos, no tuvo más remedio que continuar su viaje. Mi decepción cuando desapareció en el aeropuerto se mezcló con alivio. No había violado mi abstinencia. Saqué el pasaporte del bolsillo de la chaqueta y avancé, ahora felizmente aburrida, segura de que la tentación había pasado.
Vine a Europa para encontrar una nueva definición del amor. Las artistas que idealicé en mi juventud eran mujeres que tenían relaciones complicadas y aún así conseguían hacer su trabajo, como Colette y Edna St. Vincent Millay. Pero ahora quería ir más allá de mis debilidades, no solo abrirme paso entre ellas. Empecé a leer sobre mujeres de toda la historia que practicaron o experimentaron con el celibato, o algo parecido, para ver qué ganaban absteniéndose del sexo. Me tracé un programa de estudios que incluía libros sobre los Shakers, las amazonas de Dahomey, las feministas radicales, las monjas místicas y Virginia Woolf.
A los 42 años, Woolf escribió a una amiga que las relaciones sexuales habían empezado a aburrirla y que había llegado a una conclusión: “El amor es una enfermedad, un frenesí, una epidemia; ¡oh, pero qué aburrido, qué monótono y qué abismo de mediocridad reduce a sus jóvenes!”. Woolf tuvo un matrimonio en gran medida platónico, basado en el cuidado mutuo y en un compromiso compartido con el arte, y valoraba sus profundas e íntimas amistades con otras mujeres, algunas de las cuales, hay que reconocerlo, se convirtieron en sus amantes. Yo tenía previsto visitar Monk’s House, la antigua casa de Virginia y su marido, Leonard, para recorrer las mismas habitaciones en las que vivieron su sociedad artística. Había pasado gran parte de mi periodo de celibato contemplando qué tipo de unión no comprometería mi devoción por el arte, y la de ellos había ascendido al primer puesto de mi lista de modelos a seguir. En mi historia personal, mis amantes se veían a menudo en competencia con mi trabajo, y ese modelo resultó insostenible.
No es fácil abandonar un hábito de 20 años, que empezó cuando yo era una niña de repente dentro del cuerpo de una mujer. El deseo era emocionante, pero mis primeras interacciones sexuales me parecían deudas que tenía que pagar por esa emoción anticipada. Era una adolescente que pasaba por alguien mayor y a menudo acababa enredada con adolescentes más maduros, donde el “no” se sentía fuera de mi alcance. Décadas más tarde, inventé una frase para describir la experiencia: consentimiento vacío. Hasta entonces, sin embargo, nunca tuve palabras para las sofocantes horas en dormitorios y armarios, con dedos extraños trabajando contra mí como las gomas de borrar rosas que usábamos en la escuela. En la década de 1990, lo llamábamos simplemente tontear. Aquellos encuentros convirtieron mi cuerpo en un extraño para mí, un objeto que no podía definir, por mucho que lo intentara. Lo lanzaba en dirección a cualquier cosa que me llamara.
Nacida en la cúspide exterior de la generación milenial, crecí en la estela del feminismo de segunda ola y la revolución sexual de los años 60 y 70, pero en medio de la frescura desafectada de la Generación X. Era una receta perfecta para el sexo desprovisto de comunicación. Con el cambio de siglo, mis amantes eran cada vez más mujeres, lo que significaba que por fin tenía orgasmos con otras personas. Pero seguía intentando hacerme la chica genial y disfrutar del sexo casual, aunque parecía en esencia incapaz; siempre acababa involucrada. Probablemente porque, bajo ese exterior relajado, yo era cualquier cosa menos casual. Mi capacidad para seducir y capturar a mis parejas era una fuente primordial de mi autoestima. Sin embargo, una vez en pareja, era yo quien se sentía cautiva: de un deseo abrumador de complacerlas.
Tras el fin de una relación especialmente dañina, a mis 30 y pocos años, se me ocurrió que debía tomarme un descanso. Inmediatamente después de esta revelación, me metí en cinco enredos breves y consecutivos. Cada uno tenía una cualidad frenética, como el último puñado de palomitas que te metes en la boca después de haber decidido dejar de comerlas. Estaba nerviosa, cansada y me disgustaba con facilidad. Me dolían los hombros, que eran tensados por el torno de la ansiedad mientras dormía. Estaba claramente deprimida. Me di cuenta de que mi deseo de hacer una pausa tendría que ser más intencionado, una resolución. Tracé límites más específicos: nada de sexo, nada de citas, nada de flirteos. Era hora de encontrarme conmigo misma sin la mediación de la obsesión romántica y erótica.
Durante mi primer mes de celibato, algunas cosas mejoraron al instante. De repente tenía tiempo. Cumplí todos mis plazos de escritura, me puse al día por teléfono con todos mis seres queridos, me corté la mitad del pelo, me compré tres pares de zapatos nuevos, doné dos bolsas de basura con ropa, limpié a fondo mi apartamento y corrí 72 kilómetros. Ahora que mi cama era solo mía, cambié las almohadas y las sábanas y pedí un colchón nuevo. Llegó comprimido en una caja y, al liberarlo, se infló hasta casi cubrir el suelo de mi dormitorio.
Luego vinieron los cambios más lentos e instintivos. Empecé a llevar zapatillas casi todos los días. Aunque había usado tacones constantemente desde los 18 años, siempre había sido consciente de que me representaba mal. Pensaba que tenía que llevar tacones porque era bajita y tenía piernas musculosas, y toda una vida de feminismo no me había curado de la creencia de que mi cuerpo necesitaba aumentos para que la ropa me favoreciera. Sin embargo, sin nadie a quien atraer, mis tacones acumulaban polvo. Pronto mi maquillaje también se redujo. Algunos días, cuando paseaba por la ciudad y ningún hombre hacía comentarios sobre mi cuerpo, me sentía como un fantasma o una superheroína. Me sentía libre.
En un cuaderno de espiral, anoté todas las parejas, amantes, personas que me gustaron y amistades con carga romántica que había tenido. Bajo cada nombre, hice un recuento sin adornos de lo ocurrido. Intenté dejar de lado las historias que me había contado a mí misma. Intenté escribir un recuento más verdadero de cada uno de ellos.
Estos relatos actualizados no me halagaban. Pensaba que capitular ante los deseos de los demás me había inmunizado para no explotarlos. ¿Cómo podía ser una beneficiaria, me decía, cuando me había esforzado tanto por mantener felices a mis parejas? ¿No eran ambos comportamientos mutuamente excluyentes? Compartí el contenido de mi cuaderno con alguien a quien veía como una figura de mentoría y en cuya sinceridad conmigo confiaba. “Melissa”, me dijo, “complacer a la gente es utilizar a la gente”. Sabía que era cierto. Me había esforzado mucho por contentar a los demás, no por cuidado, sino como medida de autoprotección. Había sido una forma de manipulación. Verme a mí misma con claridad fue aleccionador e hizo que recaer en mis antiguos comportamientos pareciera imposible. Pero solo hasta que me enfrenté a la verdadera tentación.
ncreíblemente, después de navegar por el abarrotado aeropuerto londinense, recuperar mi maleta de la zona para recoger equipajes, montarme en el autobús hasta la estación de tren contigua, descifrar las crípticas tablas de los trenes, comprar mi billete en un reacio quiosco y llegar al andén correcto, allí estaba ella: la mujer del avión. Al notar mi mirada atónita, levantó la vista, me vio, pareció momentáneamente aturdida y apartó la vista.
No volvimos a mirarnos a los ojos, pero nos quedamos a unos metros de distancia en el andén, esperando nuestro tren. Me quedé muy quieta, como si eso pudiera calmar el alboroto que había dentro de mí. Me entretuve en pensamientos fugaces y estúpidos, como: tal vez fuera el destino, y ¿quién era yo para desafiar a las parcas? O tal vez, si cometía un desliz en un país extranjero, no contaría como una violación de mi abstinencia. Pensé en San Agustín, quien escribió sobre el placer de robar peras del árbol de un vecino con sus amigos holgazanes. “Lo importante era hacer lo que nos estaba prohibido”, escribió en sus Confesiones. “¡He aquí mi corazón, Dios! ¡He aquí mi corazón, del que te apiadaste en la profundidad del abismo!”. Cuando era niña, mi apetito era tan grande que mis padres solían referirse a mí como un barril sin fondo. “Amé echarme a perder”, escribió Agustín, y yo sabía lo que quería decir. Había éxtasis en ceder a lo prohibido.
El tren entró por fin en la estación, agitándome el pelo alrededor de la cara. Subimos al mismo vagón por puertas distintas. De nuevo, me acomodé cuatro o cinco filas por delante de ella. Sentía el cuerpo chicloso por el cansancio —apenas había dormido en el avión—, pero animado por la perspectiva de que algo iba a ocurrir. La única duda era si ocurriría lo mismo de siempre o si podría reunir el poder para hacer algo diferente.
El tren se estremeció contra la vía mientras se dirigía hacia el centro de Londres, dejando atrás casas de tablillas con tejados ordenados y cajones de flores bajo las ventanas. Me levanté y caminé por el pasillo hacia el baño, tocando ligeramente la esquina de cada fila de asientos al pasar.
“¡Qué demonios!”, susurré mientras me subía los jeans.
Cuando volví a mi asiento, intenté volver a concentrarme en el libro que estaba leyendo, alisando la página como si eso también pudiera aquietar mi mente. El libro trataba sobre el movimiento de las beguinas, creado por religiosas laicas medievales. En mi búsqueda de nuevos modelos de conducta, ningún grupo de mujeres me había impresionado tanto. En el siglo XIII, las beguinas se extendieron, principalmente por el norte de Europa, formando comunas semimonásticas llamadas beguinajes, cada una con sus propias reglas. Eran económicamente independientes y trabajaban en sus comunidades enseñando, haciendo trabajos manuales y asistiendo a quienes eran ancianos, estaban enfermos o moribundos. Muchas eran artistas: pintaban, tocaban música, escribían poesía y rezaban juntas. Aunque no se casaban y se abstenían de mantener relaciones sexuales, las beguinas no hacían votos, se les permitía tener propiedades y podían abandonar la orden en cualquier momento. Viajaban, predicaban y vivían de forma más independiente que la mayoría de las mujeres del mundo occidental de la época.
Las beguinas veían la castidad como una vía hacia la libertad y no como una privación. Creían en el Amor como concepto divino y utilizaban la palabra indistintamente con Dios, a quien dedicaban sus vidas. Al profundizar en mi investigación, hablé por teléfono con una estudiosa italiana, Silvana Panciera, autora de Las beguinas: mujeres por la libertad, quien había hecho de estas mujeres medievales el tema de su vida laboral. “Cuando no perteneces a nadie, perteneces a todos”, dijo. “Te sientes capaz de amar sin límites”. Durante la mayor parte de mi vida, había entendido el concepto de “amor sin límites” como una subsunción del ser en el otro, el amante. Sin embargo, al escuchar a Panciera, me di cuenta de lo simplista que era esta idea. Retorcerse por amor era una forma de autoabuso, además de una manipulación del amante. Definir el amor como tal lo degradaba.
Me pregunté cómo sería una relación primaria verdaderamente incondicional. ¿Cómo sería una relación humana que exigiera compromiso, pero no retorcimiento? Yo no era monja. Ni creía en el separatismo ni quería vivir en una ermita. Solo quería hacer arte, ser útil y evitar causar daño. Quería dejar de hacer de los demás mi poder superior. Quería aferrarme a la paz que me había dado el celibato.
Casi al final de nuestra llamada, Panciera explicó la creencia beguina de que “cuando no perteneces a nadie, perteneces a Dios”. Me sorprendió notarme al borde de las lágrimas. La línea quedó en silencio durante unos segundos, aunque podía oír su respiración, a unos 8000 kilómetros de distancia. “Eres una persona que… perdona, puedes corregirme”, dijo tímidamente. “Creo que eres una persona que busca un amor profundo. ¿Es cierto, Melissa?”.
Al principio, pensé en el celibato como un repliegue, o una retirada, pero a medida que pasaban los meses, se hizo evidente que mi ambición de amor crecía, no se reducía. No quería volver a la definición limitada del amor con la que había vivido durante tanto tiempo. Quería pertenecer a algo más grande que una persona.
Cuando el tren entró en mi estación, me levanté y agarré el asa de la maleta, ansiosa por escapar de la tentación. Me volví hacia la puerta más cercana y vi que el objeto de mi atención también se había levantado y se había subido la mochila a los hombros. No me sorprendió. Con un solo pasajero entre las dos, atravesamos las puertas abiertas y nos dirigimos hacia la parada de taxis.
Cuando un empleado uniformado preguntó adónde se dirigían todos los de la fila, dije “Bloomsbury, por favor”, y la voz de la desconocida —áspera y estadounidense— se hizo eco de mí: “Bloomsbury, también”. El hombre nos dirigió al mismo taxi. Casi me río a carcajadas.
Nuestros asientos estaban uno frente al otro en la parte trasera del taxi. Sentí su mirada clavada en mí, pero no se la devolví. Tenía los dedos manchados de un fumador y olía a cedro. Si levantaba la vista, la cuerda que nos unía se tensaría, y cualquier posibilidad que se cerniera allí se volvería inevitable. Me quedé mirando las fachadas de las tiendas mientras pasábamos por carreteras de ladrillo y respiré lentamente. Cerré los ojos y deseé tener el poder de resistirme a este guion que me era familiar.
Cuando abrí los ojos, sentí una conquista sutil pero inconfundible sobre mí misma. Dejé que la cuerda se aflojara y sentí que las manos se me aflojaban en el regazo. Sentí que mi cuerpo se ahuecaba, que todas las sensaciones resonaban en mi interior, pero yo estaba allí: completa y sola, sin lanzarme fuera de mí hacia otro cuerpo. Sentada frente a mí solo había una mujer de camino a Londres. Me aparté de la ventana y me encontré con la mirada expectante de la desconocida.
“¿De dónde vienes?”, preguntó.
“De Nueva York”, respondí, y casi se me escapa una sonrisa, porque estaba libre. A medida que avanzaba nuestra charla, oí el silbido de la intriga sexual que se escapaba del coche como el aire de un globo roto. Ella era música, por supuesto, y venía a Londres a encontrarse con su novia. Nuestro taxi se detuvo frente a un edificio de apartamentos en cuya entrada había una morena de rostro expectante. La desconocida pagó al conductor y me pasó un trozo de papel con su correo electrónico garabateado. Luego, recogió su mochila, salió del coche y caminó directa a los brazos de la morena que la esperaba. Cuando el taxi se alejó, hice una bola con el trozo de papel en la mano y lo dejé caer al suelo.
Al final, mi celibato duró un año, antes de que decidiera que estaba preparada para amar de una forma nueva: y conocí a la mujer que se convertiría en mi esposa. Con el paso de los meses, empecé a experimentar una profunda sensación interna de satisfacción que no dependía de ningún otro individuo. La verdadera intimidad, vería por fin, se basaba en el apoyo mutuo y la elección consciente, no en la desesperación ni la dependencia. En aquel viaje, cuando apenas llevaba seis meses, aún no estaba preparada para buscarla. Pero ya aspiraba a algo más grande que la emoción fugaz de la pasión, la búsqueda mercenaria del deseo.
“Si no es difícil, no lo estás haciendo”, me dijo una amiga psicóloga al principio de mi celibato. Carl Jung, quien escribió que “un hombre que no ha pasado por el infierno de sus pasiones nunca las ha superado”, habría estado de acuerdo con ella. Quizá yo también lo hiciera ahora. Temblorosa y agotada, pero lúcida, podía ver que aún me quedaba camino por recorrer.